Tocaba el pasado fin de semana recorrido lúdico-etílico-festivo, que no todo va a ser trabajar y padecer la crisis (además de hablar de ella: debería ser pecado, como los pensamientos y deseos impuros; o mejor no, que así tendría más morbo y no pararíamos...). El caso es que nos fuimos de excursión al mismísimo rompeolas de las Españas (nada nuevo por otra parte, que somos antiguos adictos a la Villa y Corte). El caso es que, paseando por la Gran Vía, pudimos descubrir una enorme cola que daba la vuelta a la manzana y se perdía hasta difuminarse en el frío atardecer madrileño. ¿Para qué era la cola? No para acceder a ningún estreno. Ni para agasajar a alguna reinona de las que se suben en carroza y colapsan el tráfico (ay, Felipe, que cuando el río suena...). Ni siquiera para comprar la última y celebrada edición de A la busca del tiempo perdido en la cercana Casa del Libro.
Nada de eso. La cola era para comprar lotería en la administración de doña Manolita (q.e.p.d.). En cuanto entra en juego la superchería el ser humano, por inteligente que sea, puede llegar a los niveles más elevados de estupidez. Un ejemplo, comprar lotería en una administración concreta. Otro, buscar una terminación porque es la que más se ha repetido. Otro más, volar siempre con una bomba en la maleta, porque la probabilidad de que haya dos bombas en el mismo avión es despreciable. La probabilidad de resultar premiado es la misma para cualquier décimo, se compre donde se compre. Y cada sorteo es un suceso independiente.
Pero bueno, si Txumari Alfaro cobra un pastón por decir idioteces en la televisión y hasta la UPNA organiza cursos de homeopatía, supongo que tampoco será para tanto. Las religiones llevan milenios viviendo de eso y el propietario de la administración de Sort está forrado...
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